El 6 de septiembre de 1915, la prominente Emilia Pardo-Bazán, condesa de Pardo Bazán, destacada novelista y periodista, plasmó en un artículo de prensa de la prestigiosa Revista La Ilustración Artística (Madrid) su impresión sobre la cerámica de Talavera de la Reina. En esta notable pieza, Pardo-Bazán abordó la esencia de la cerámica de Talavera y arrojó luz sobre los maestros artífices detrás de su resurgimiento. La obra lleva por título «La vida contemporánea», y se erige como un testimonio significativo de la recuperación del arte cerámico en Talavera y el nacimiento de la Fábrica Nuestra Señora del Prado por Ruiz de Luna, Guijo, y Compañía.
LA VIDA CONTEMPORÁNEA
Hace muchos años ya, fui a visitar los antiguos alfares de Talavera de la Reina. No ha pasado, sin embargo, tanto tiempo, que esté borrada la impresión de desencanto que sufrí.
—¿Dónde están —pregunté— los célebres alfares?.
El dueño de la fonda hizo un gesto indefinible, que significaba probablemente:
«Bah!, ¡valiente cosa!», y me dió, para guiarme, a un chico de cara atontada, ese chico que dan, en casos análogos, en los hospedajes todos.
Me acompañó el tal por calles angostas, y al fin paramos ante un alfar, y luego ante otro alfar.
—¿Pero qué es lo que aquí se fabrica, como loza de Talavera?
Me enseñaron unos platos ordinarios y lisos, tazones análogos, y, único resto de los antiguos modelos, que se había conservado por el hecho de ser un juguete, adquirí la burladera, jarrilla original, que invariablemente mojaba al que por ella quería beber.
Yo conocí la loza de Talavera, por la rica colección que poseía mi amigo el conde de Superunda, y hoy pertenece, por herencia de este señor, a la Infanta Isabel.
Al no encontrar en Talavera nada que a esto se asemejase, comprendí que me encontraba en presencia de una de tantas encantadoras industrias perdidas, como la de los cueros repujados en Córdoba, y en Santiago de Compostela la del azabache tallado.
Pasó tiempo.
Un día, en 1908, llegó a Talavera un artista decorador sevillano, cuyo apellido es Guijo. Tentado por el recuerdo del ayer, pintó algunos cacharros al estilo antiguo, y los hizo cocer en los alfares. Dos señores de Talavera, Luna y Páramo, este último notable coleccionista, vieron la obra de Guijo, y sintieron el impulso de restaurar la olvidada industria y de hacer reproducir los arcaicos modelos. De aquí nació la fundación de una fábrica y una razón social: Ruiz de Luna, Guijo, y Compañía.
La fábrica funciona, y sus productos se expenden en Madrid.
Comprende la cacharrería y la azulejería.
La rica colección de Páramo ha suministrado tipos y ejemplares para las infinitas formas de tan variada cerámica.
En efecto, durante los varios períodos de su esplendor, se ha fabricado cuanto cabe imaginar.
Tinteros, cuencos, benditeras, burladeras, fuentes, platos, barreños, tazas, jarros, ensaladeras, saleros, orzas, jarras vinarias, botijas, cántaros, bacías de escotadura y de concha, urnas, alcarrazas, tibores, sin hablar de los graciosos perritos y leones semejantes a los de la Alhambra, de hirsuta melena inmóvil…
Y luego, el arte encantador de la azulejería: frontales, frisos, decoraciones, asuntos enteros, en que el ceramista compite con los efectos de lienzos y tapices. Todo esto pertenecía al pasado.
El resucitarlo es obra, no sólo de artistas, sino de buenos patriotas.
Aquí, en el propio Mondariz, bebiendo su agua, me he encontrado a uno de estos emprendedores españoles, el coleccionista Sr. Páramo.
Con amabilidad hidalga puso a mi disposición sus apuntes sobre la historia de la cerámica talaverana, desde sus orígenes.
Así pues, la erudición que voy a desplegar no me pertenece sino en aquella mínima parte que a la cultura general corresponde.
La industria artística de la cerámica en Talavera es relativamente reciente. No asciende de los últimos años del siglo XV.
Hasta entonces, en Talavera no se había fabricado sino la cerámica común y puramente útil, para usos caseros.
Al iniciarse el procedimiento del baño estannífero, que resulta de la trituración de la arena fina con estaño, barrilla, y aleación de plomo calcinado, empieza el arte de la «talavera».
En el siglo XVI, ya se ha puesto en moda, y tiene imitadores y plagiarios.
Una fábrica de Sevilla trata de cocer la misma loza, pero no lo consigue.
Y, al través del tiempo transcurrido, hasta hoy, la inferioridad persiste: nadie que tenga ojos confunde a un Triana con un Talavera, aunque sean, al pronto, semejantes.
Logró competir con Talavera, sin igualarse en algún detalle que distingue el aficionado, la fabricación de Puente del Arzobispo. Ambas lozas han seguido iguales trámites en su apogeo y decadencia.
Para jalonear las etapas recorridas por este arte, el Sr. Páramo tuvo una idea ingeniosa. Estudió y reconoció las casqueras o montones de desperdicios de los antiguos hornos, y en sus estratos halló claramente escalonadas las épocas distintas. Estas mismas casqueras le permitieron afirmar que nunca se coció en los hornos talaveranos barro de metálicos reflejos, a pesar de hallarse la provincia inundada de esos bellos platos de calientes entonaciones, tan estimados de los coleccionistas.
Los arqueólogos romanos hicieron análogas investigaciones en el famoso monte Testaccio, en el cual se hacinaron a gran altura los despojos de vajillas y vidrios rotos de la Ciudad Eterna, y los naturalistas y paleontólogos encontraron también preciosas revelaciones en los montículos de conchas de ostras de California donde descubrieron restos y utensilios del hombre americano, al lado de gigantescos fósiles de animales monstruosos, del periodo terciario probablemente.
Un montón de despojos es un archivo.
A la cerámica de Talavera, han confluido numerosas corrientes y en ella se han revelado influencias diversas; la mudéjar, la de la mayólica italiana, la vecina e inevitable de Portugal.
Y entre los azulejeros famosos encontramos a numerosos italianos, como aquel que, huido de su país por cuentas con la justicia, cuchilladas o estocadas, se vino a Talavera y pintó el friso de cerámica del Salón de sesiones del Ayuntamiento, con escenas de las victorias de nuestros tercios en Flandes; encontramos flamencos, como aquel Juan Flórez, azulejero de Felipe II; pero ninguna influencia pudo hacer perder a la talavera su sello esencialmente castizo, su carácter profundamente español.
Merece consignarse que esta cerámica que salvo las ingenuas desnudeces de algunas mitologías, no presenta nada que alarme al más timorato, abunda en asuntos escatológicos.
De estas chocarrerías se hallan hasta en los cacharros destinados a conventos de monjas.
Fueron los conventos, así de hombres como de mujeres, parroquianos fieles de la talavera, y de esta cerámica hicieron los platos, fuentes, tazones con rótulos picarescos o devotos, usados en los refectorios de las diversas y numerosas Comunidades.
En estos rótulos pueden estudiarse hasta las transformaciones de la opinión pública en materias políticas.
Los hay que dicen «¡Viva Fernando VII!» mientras otros claman: «¡Constitución o muerte!». Los más, sin embargo, se limitan a una afirmación de propiedad: «Soy de Fulano, soy de mengano»; alguno, con innegable buen sentido, afirman: «Soy de quien me compre y me pague» y no pocos exhalan la galante protesta: «Viva mi dueño…».
También daban juego a la talavera las boticas y las barberías.
Estas, con las bacías primorosas de forma, de que tan abundante colección formó mi amigo el Principe de Gortchakoff, Embajador de Rusia en Madrid; pues los diplomáticos, extranjeros, siempre algo más cultos que el nivel general, han llevado de España muy copioso botín, comprando a precios en otros países desconocidos.
Y aquéllas, las boticas quiero decir, con los graciosos botes de decoración generalmente azul solo, con letreros infantilmente pedantescos, en latin del que prodiga Moliére en El médico a palos.
Las tabernas, por su parte, contribuían a la difusión de la loza talaverana, encargando las jarras ventrudas del vino que, según el rótulo más usual en ellas, «alegra el corazón del hombre».
No veréis, en la pintura, una escena que pase en el XVII o en el XVIII, que no tenga como accesorio algún tazón o jarra, algún vasar con loza policromada de Talavera.
La decadencia de tan bella industria vino insensiblemente.
Al fundar Fernando VI en Talavera la fábrica de seda, con seiscientos operarios holandeses, descargó sin querer un golpe de muerte a la loza.
Los mejores operarios se fueron a la sedería, donde se encontraban mejor pagados.
Otro quebranto fué la fundación de la magnifica fábrica de cerámica del Retiro.
Con la invasión francesa, la ciudad de Talavera sufrió no poco; en sus inmediaciones se liberaron acciones empeñadas; pero no fueron los franceses, sino nuestros aliados, los ingleses, que nos sostenían como la cuerda al ahorcado, quienes quemaron uno por uno los alfares, todo el barrio de la alfarería, y otro tanto hicieron en Puente del Arzobispo, esmeradamente.
Una prolongación del arte de Talavera se halla en Puebla de los Ángeles, en México.
Con los extremeños fueron a la conquista y aventura no pocos talaveranos, y entre ellos se encontraría más de un alfarero, maestro en el baño estannífero.
En América, los indios sabían trabajar el barro con no común elegancia y arte, pero no conocían el vidriado especial de la loza más española.
Ignoro —¡cuánto ignoramos de lo que más creemos saber!— si todavía hoy se fabrica en Puebla de los Ángeles algo que a la talavera se asemeje…
No es fácil conjeturar lo que allí pasará, en la desgraciada nación entregada a la más espantosa anarquía.
Aquí, la talavera renace de sus cenizas, y espero que tomará vuelo sobre todo para lo ornamental y caprichoso, puesto que para lo usual está casi en desuso, amén de que, decorada, tal vez su precio no se adaptase a las necesidades caseras de suma baratura.
El azulejo tiene un porvenir ilimitado, como adorno y como elemento de limpieza e higiene.
Y con todas las aplicaciones que en ella caben, la talavera debe vivir, y se lo deseamos ardientemente los que quisiéramos ver a nuestra nación abundando en su propio sentido.
Bibliografía:
La vida contemporánea, artículo publicado el 6 septiembre 1915 en la Ilustración Artística núm. 1758 por Emilia Pardo Bazán.